Olga Olivera-Tabeni
18 metros cuadrados. Escuelas viejas y pozo del común de Llorenç del Penedès. Terra de Llorers, de Ramon Sicart, 2024.
​
Cuando Ramon me mostró las escuelas viejas, era un espacio en transformación, en un proceso de destrucción y construcción al mismo tiempo, como diría el artista Robert Smithson. Dentro de las vallas se podían ver —utilizadas para tapar las entradas— restos de puertas de armarios y aulas, llenas de las últimas huellas de los trabajos de los alumnos.
Al lado había dos contenedores llenos de escombros, con fragmentos de pavimentos de vinilo o falso parqué, testigos de una época no tan lejana cuando nos fascinábamos con aquello, y cómo después cayó en obsolescencia. También había corchos, rodapiés de mármol negro con vetas blancas, de esos de los años cincuenta, y un suelo oscuro, gris, que parecía aún más antiguo, en una estructura, un sándwich, de capas superpuestas.
Al principio no quise saber nada de las escuelas, las dejé a un lado, porque estaban relacionadas con ese otro trabajo con el que me ganaba la vida —el supuestamente productivo— y que dentro del arte no está demasiado bien visto, no me parecía un tema lo suficientemente adecuado. Prefería más la historia del monumento a los caídos que nunca llegó a construirse, o la del sacerdote que también era pintor, del que Ramon quería comprar una obra, una escena de caza —muy del poder, por cierto, el mismo que estaba expuesto en las vitrinas de animales disecados del castillo de Llorenç del Penedès. Aquella pintura con un supuesto fondo de montaña que podía ser la del mismo Montmell, o de otro lugar, o de nada en concreto, como una imagen vaga generada por IA.
Sea como fuere, la escuela estaba allí, y después de darle algunas vueltas —pocas, en realidad— lo vi claro: la obra era aquella, los escombros polvorientos de los contenedores. Dicho y hecho, al día siguiente ya los estábamos cargando hasta el almacén de Ramon.
Ramon me contó que había ido a esa escuela y que había caminado sobre esos suelos; seguramente el suyo era el de color gris.
Por otro lado, estaba el pozo del común, ese espacio de todos, comunal —la palabra resuena muy bien—, que de hecho es como deberían ser las cosas. Allí parecía esconderse algo bajo tierra. Ramon decía que hacía tiempo que se habían enterrado unos comederos de obra y unos bancos de piedra. Eso era algo que desde hacía tiempo me interesaba: todas esas capas que no vemos, que están ocultas. Y cómo estas dos historias, de repente, se entrelazaban: sobre lo que decidimos enterrar o desenterrar, y hasta qué capa queremos llegar de la historia. Por cierto, tras el Torrent de Llorenç, medio escondidas entre las ruderales, están también las ruinas de un antiguo lavadero.
De todo esto, propuse dos acciones. Por un lado, solicitar al consistorio la apertura de ese espacio común —entre todos, como debe ser— para conocer qué hay realmente (o qué no hay) debajo. Pero siempre con la idea en mente de, si es necesario, acabar haciendo una representación ficticia o una reconstrucción histórica que responda a nuestros tiempos e intereses, como suele suceder. Y, por lo que respecta a la escuela, se trata de dar valor a lo que eliminamos, convirtiéndolo en una obra de arte, que finalmente retorna al lugar de origen, en un viaje de ida y vuelta.
​
* 18 m2 son 3x3 m de la escuela y 3x3 m del común.